(Basado en hechos reales)
Diez años atrás, no existían, o por lo menos yo no conocía las redes sociales que hoy nos ofrece Internet. Normalmente, una de las plataformas más usuales por la juventud y los no tan jóvenes de relacionarse eran los bares.
Por aquel entonces yo no bebía, me había hecho la promesa a mi mismo de no beber nunca más. Tres años antes me fui con la gente del gimnasio a un asadero en la cumbre, me cogí tal melopea y perdí los papeles de tal forma, que la vergüenza me duró tres años. Imagínate, todos supermega sanos y yo tan borracho que hasta los perros me meaban. Me costó bastante volver a la senda de la de la cultura etílica tan arraigada en este país. Cuando salía de fiesta todos se extrañaban, tenía que estar explicándoles que no bebía, como si eso fuera un delito.
Nos solíamos reunir los sábados a la salida del trabajo un grupo de compañeros, que éramos muy amigos incluso antes de trabajar en la misma empresa. En alguna ocasión se agregaban algunos más, pero siempre solíamos ser Adolfo, Gerardo y yo, los clientes incondicionales del establecimiento.
El bar de Ramón, ni siquiera tenía mesas, solo contaba con la barra que ocupaba la mayoría del local, los dos minúsculos baños que exige la ley, donde tenías que mear de lado, y una pequeña cocina. Ramón es un barman peculiar, mide metro noventa, piel morena tipo pescador y estaba continuamente echándote trolas para reírse ti. Recuerdo que un día, le dijo a uno que lo mejor para la resaca es ponerte dos alka-seltzer en la boca sin agua y aguantar hasta que se diluyan, te puedes imaginar los espumarajos que soltaba aquel pobre por la boca, las lágrimas se las bebía. Tenía la virtud de despacharte lo que le salía de la entrepierna. Le pedías un cubata con cola y te lo ponía con naranja. En lo que no fallaba era en la bebida alcohólica, si pedías Ron, te ponía incluso de la marca que te gustaba. Si un sábado no te apetecía mucho beber y le pedías una cerveza, te jodías y te bebías un cubata como el del sábado anterior. Al final como lo importante no era lo que bebías, sino el beber, pues te lo tragabas de igual forma.
Así, copa a copa, trago a trago, fuimos cogiendo confianza. Tanta que nos daban las mil y quinientas en su bar. La mayoría de las veces le costaba un huevo echarnos de su negocio, mis amigos con copas eran más pesaos que dos plomos. Continuamente le proponíamos a Ramón que se fuese, que ya cerraríamos nosotros. Pero nunca confió en nuestra buena fe, cosa que no le reprocho.
En aquella época, las novias de Adolfo, Gerardo y la mía, eran muy amigas entre ellas. Por muchas burradas que hiciésemos, nunca nos decían que teníamos que dejar las juergas con los amigos. La verdad es que me lo pasaba de fábula, fue una época de marchas inolvidables con los colegas.
Un día de primavera de 98 ó 99 del milenio pasado, Ramón estaba desesperado por cerrar el bar. Tenía que ir al aeropuerto a buscar un familiar, dejarlo en casa de su madre, y luego ir a la fiesta que su mujer había montado en su casa para reunirse con antiguos compañeros de instituto y algún que otro profesor enrollado de la época.
Como no veía la forma, directa o indirecta de echarnos del recinto. Se le ocurrió la fatal idea de decirle a uno de mis compañeros que nos fuéramos, que si queríamos beber nos invitaba a una copa en su casa. Pensaba librarse de nosotros, porque no sabíamos donde vivía. Pues se equivocó.
Gerardo si que sabía el barrio y la zona del barrio de donde era Ramón. Había visto su coche aparcado varias veces por la zona donde suponía que vivía. Esto significó, que sobre la marcha se organizo el viaje.
Como yo estaba sobrio, me quedaba con todos los detalles y conversaciones locas de mis compañeros de fiesta. Después de intentar convencerles de que no estábamos invitados, que fue una forma de librarse de nosotros, me vi en la necesidad de acompañarles al sarao. Cuidándome mucho de ser yo el que condujera, le pedí las llaves del coche a uno de ellos, tras las indicaciones llegamos al barrio de Ramón. Encontrar su casa nos costó cinco minutos, preguntamos en un par de portales y dimos rápido con la fiesta.
Era un edificio de dos plantas. Ramón vivía en el bajo, su vecina y el marido que eran personas mayores, vivían en la segunda planta. Al tocar en una de las dos viviendas nos abrieron sin preguntar y subimos a donde se oía música. La azotea era el objetivo donde los cuatro perturbadores de fiestas, Adolfo, Gerardo, Gustavo (recién llegado a la empresa como fichaje estrella del departamento de ventas) y yo, pretendíamos llegar para continuar la fiesta que había empezado en el bar.
Al entrar por la puerta, Gerardo con sus noventa y largos kilos, pelo castaño clarito semirizado, vestido con un polo de cuello de pico y pantalón baquero, le dio la explicación oportuna a Bea (la mujer de Ramón), la cual no conocíamos de nada. Le dijo que él nos había invitado y que no quisimos fallarle.
Ese fue el principio de una serie de barbaridades, producto de la borrachera más loca que me ha tocado vivir.
Nada más llegar, el ambiente empezó a ponerse un poco tenso. Que coño hacíamos nosotros allí, vienen sin pagar y borrachos, a una fiesta a la que nadie del grupo les ha invitado. Evidentemente se quejaban con razón, pero ninguno de mis amigos se inmutó y siguieron bebiendo. Yo la verdad es que estaba flipando, había como dos mundo dentro de un mismo asadero, los que estaban pasando un rato recordando los felices tiempos de instituto y nosotros, los Bestias borrachos recién llegados que no habíamos sido invitados.
Mientras tanto y sin inmutarse, Adolfo, que cuando bebe es como un bonachón que hace las cosas sin malicia, sin darse cuenta y con cara de inocente, se sentía cargado de alcohol y con la vejiga llena. Como en la azotea no había baño, no se le ocurre otra cosa que bajarse la bragueta y mear en un macetón en el que Bea tenía plantada una palmera. Allí delante de todo el mundo y sin ninguna vergüenza vació su vejiga despacio y de forma natural. El estaba convencido de que el baño era aquel.
Al rato, como teníamos hambre, a Adolfo no se le ocurre otra cosa que ocuparse de la barbacoa. Al no quedar carbón, recopilo todas las latas vacías que encontró, porque se le metió en la cabeza que eso ardería de la misma forma que la madera. Como no dio resultado la idea, Gerardo le dijo que no fuese idiota, que eso no ardía y que buscara algo de madera.
Mientras tanto, Gustavo parecía enajenado saltando a su rollo y diciendo tonterías. Su bigotillo rubio y su pelo anillado, no podía esconder la expresión de borracho desfasado, vestido con traje y corbata, se dedicaba a tirar chuletas sin cocinar y platos de plástico vacíos por los aires. Si sus clientes lo vieran, más de una venta se le hubiese caído.
A esas alturas del asadero, la gente ya empezaba a estar hasta los cojones de nosotros.
Entretanto, a Adolfo le volvió a dar otro apretón, pero como anteriormente le llamaron la atención por mear en la maceta, bajo al baño. La vecina de Bea acostumbraba a dejar la puerta entreabierta, porque solo eran dos vecinos y se llevaban bien. Cual fue la sorpresa de esta señora, mientras ella y su marido veían la tele sentados placidamente en su sofá, este individuo paso por delante de ellos, les dijo hola muy formalmente y entro a mear en el baño sin percatarse de lo que estaba haciendo.
Adolfo envés de bajar dos pisos, bajo solo uno. La cara de este matrimonio me la he imaginado cientos de veces. Que podían hacer, un extraño entra en su casa, da las buenas tardes, usa el baño y se vuelve a ir por donde mismo entró sin dar explicaciones.
Al mismo tiempo, una joven que estaba sentada al lado de Gustavo, que lo único que le faltaba a este borrego era babear, me miró y me dijo, “Mira, tu compañero me esta asustando”. Nunca me pude enterar que le había dicho este animal a esa pobre mujer. Lo que si te puedo decir, es que la muchacha daba la sensación de sentirse tremendamente acosada.
Al regresar del baño, Adolfo ayudo a Gerardo a tirar a un lado todo lo que estaba encima de una mesa que habían hecho para poner las cosas con un tablero y dos bloques, los amigos de Bea. Una vez despejada la mesa, Gerardo se dedicó a pegarle patadas a la madera para partirla y poder usarla en la barbacoa. Todo esto, bajo el estupor general de todos los invitados.
Una vez encendida la barbacoa y con unas llamas de un metro de altura, no se les ocurre otra cosa a los tres borrachos, que ponerla en el sitio donde más corre el aire. El problema fue que donde la habían puesto, era justo debajo de la antena de televisión. En menos de un minuto los cables se quedaron chamuscados.
Todos estos disparates pasaron en menos de una hora. Los absurdos se sucedían de forma vertiginosa y sin que nadie supiese darle solución.
Al poco de nosotros llegar, Bea se tuvo que ausentar un instante. Gracias a eso no estuvo en el momento en el que toda la gente del asadero, nos rodeó reprochándonos nuestro comportamiento y nos invito contundentemente a salir por patas. En menos que canta un gallo estos tres bestias, la habían formado. Cuando vi que o nos largábamos o nos mataban, les pedí disculpas a todos los presentes, intenté calmar el ambiente diciéndoles que mis amigos estaban muy borrachos como para darse cuenta de los que estaban haciendo, y me los lleve como pude.
El regreso fue un suplicio, me estuvieron tocando los cojones todo el trayecto.
El lunes siguiente a las ocho de la mañana, como Bea sabía que teníamos que pasar por delante del bar de su marido, nos espero para darnos un par de ostias verbales y alguna colleja. Cuando yo veo que se me acerca una chica rubia, muy bien vestida, con los ojos inyectados en sangre y cara de muy malas pulgas, se me pusieron de corbata. Tardé unos segundos en reconocerla, pero enseguida supe a lo que venía.
Empezó a hablarme como una apisonadora diciéndome; eres un puto mierda, quien coño son ustedes para ir a mi casa y montarla así con mis amigos, se merecen un par de hostias y blablablabla. De los gestos tan agresivos que hacía, los rizos le brincaban como látigos en busca de alguna victima que fustigar. Después de explicarle mi versión y recordarle que yo no bebía. Le comenté que fui por el simple hecho de no dejarles coger el coche. Que si no fuese por mí, se habría montado la de San Quintín, que hice lo que pude, pero estaban completamente arrebatados y que yo no me merecía ninguna marrona. Yo no hice nada, al contrario, me los llevé de allí y encima tuve que aguantarles la borrachera dentro del coche. Gracias a que sus amigos le dijeron de antemano que yo estaba sobrio y que fui el que me los lleve. Si no, me mata y me despeluza allí mismo.
Este incidente me hizo recapacitar, a partir de ese momento me emborrache como el que más. ¡Y que me aguanten la borrachera a mí!
Diez años después, todavía le recuerdo a Ramón aquella desafortunada invitación.
¡Cuidadín con lo que dices!. Te pueden hacer caso.
Por aquel entonces yo no bebía, me había hecho la promesa a mi mismo de no beber nunca más. Tres años antes me fui con la gente del gimnasio a un asadero en la cumbre, me cogí tal melopea y perdí los papeles de tal forma, que la vergüenza me duró tres años. Imagínate, todos supermega sanos y yo tan borracho que hasta los perros me meaban. Me costó bastante volver a la senda de la de la cultura etílica tan arraigada en este país. Cuando salía de fiesta todos se extrañaban, tenía que estar explicándoles que no bebía, como si eso fuera un delito.
Nos solíamos reunir los sábados a la salida del trabajo un grupo de compañeros, que éramos muy amigos incluso antes de trabajar en la misma empresa. En alguna ocasión se agregaban algunos más, pero siempre solíamos ser Adolfo, Gerardo y yo, los clientes incondicionales del establecimiento.
El bar de Ramón, ni siquiera tenía mesas, solo contaba con la barra que ocupaba la mayoría del local, los dos minúsculos baños que exige la ley, donde tenías que mear de lado, y una pequeña cocina. Ramón es un barman peculiar, mide metro noventa, piel morena tipo pescador y estaba continuamente echándote trolas para reírse ti. Recuerdo que un día, le dijo a uno que lo mejor para la resaca es ponerte dos alka-seltzer en la boca sin agua y aguantar hasta que se diluyan, te puedes imaginar los espumarajos que soltaba aquel pobre por la boca, las lágrimas se las bebía. Tenía la virtud de despacharte lo que le salía de la entrepierna. Le pedías un cubata con cola y te lo ponía con naranja. En lo que no fallaba era en la bebida alcohólica, si pedías Ron, te ponía incluso de la marca que te gustaba. Si un sábado no te apetecía mucho beber y le pedías una cerveza, te jodías y te bebías un cubata como el del sábado anterior. Al final como lo importante no era lo que bebías, sino el beber, pues te lo tragabas de igual forma.
Así, copa a copa, trago a trago, fuimos cogiendo confianza. Tanta que nos daban las mil y quinientas en su bar. La mayoría de las veces le costaba un huevo echarnos de su negocio, mis amigos con copas eran más pesaos que dos plomos. Continuamente le proponíamos a Ramón que se fuese, que ya cerraríamos nosotros. Pero nunca confió en nuestra buena fe, cosa que no le reprocho.
En aquella época, las novias de Adolfo, Gerardo y la mía, eran muy amigas entre ellas. Por muchas burradas que hiciésemos, nunca nos decían que teníamos que dejar las juergas con los amigos. La verdad es que me lo pasaba de fábula, fue una época de marchas inolvidables con los colegas.
Un día de primavera de 98 ó 99 del milenio pasado, Ramón estaba desesperado por cerrar el bar. Tenía que ir al aeropuerto a buscar un familiar, dejarlo en casa de su madre, y luego ir a la fiesta que su mujer había montado en su casa para reunirse con antiguos compañeros de instituto y algún que otro profesor enrollado de la época.
Como no veía la forma, directa o indirecta de echarnos del recinto. Se le ocurrió la fatal idea de decirle a uno de mis compañeros que nos fuéramos, que si queríamos beber nos invitaba a una copa en su casa. Pensaba librarse de nosotros, porque no sabíamos donde vivía. Pues se equivocó.
Gerardo si que sabía el barrio y la zona del barrio de donde era Ramón. Había visto su coche aparcado varias veces por la zona donde suponía que vivía. Esto significó, que sobre la marcha se organizo el viaje.
Como yo estaba sobrio, me quedaba con todos los detalles y conversaciones locas de mis compañeros de fiesta. Después de intentar convencerles de que no estábamos invitados, que fue una forma de librarse de nosotros, me vi en la necesidad de acompañarles al sarao. Cuidándome mucho de ser yo el que condujera, le pedí las llaves del coche a uno de ellos, tras las indicaciones llegamos al barrio de Ramón. Encontrar su casa nos costó cinco minutos, preguntamos en un par de portales y dimos rápido con la fiesta.
Era un edificio de dos plantas. Ramón vivía en el bajo, su vecina y el marido que eran personas mayores, vivían en la segunda planta. Al tocar en una de las dos viviendas nos abrieron sin preguntar y subimos a donde se oía música. La azotea era el objetivo donde los cuatro perturbadores de fiestas, Adolfo, Gerardo, Gustavo (recién llegado a la empresa como fichaje estrella del departamento de ventas) y yo, pretendíamos llegar para continuar la fiesta que había empezado en el bar.
Al entrar por la puerta, Gerardo con sus noventa y largos kilos, pelo castaño clarito semirizado, vestido con un polo de cuello de pico y pantalón baquero, le dio la explicación oportuna a Bea (la mujer de Ramón), la cual no conocíamos de nada. Le dijo que él nos había invitado y que no quisimos fallarle.
Ese fue el principio de una serie de barbaridades, producto de la borrachera más loca que me ha tocado vivir.
Nada más llegar, el ambiente empezó a ponerse un poco tenso. Que coño hacíamos nosotros allí, vienen sin pagar y borrachos, a una fiesta a la que nadie del grupo les ha invitado. Evidentemente se quejaban con razón, pero ninguno de mis amigos se inmutó y siguieron bebiendo. Yo la verdad es que estaba flipando, había como dos mundo dentro de un mismo asadero, los que estaban pasando un rato recordando los felices tiempos de instituto y nosotros, los Bestias borrachos recién llegados que no habíamos sido invitados.
Mientras tanto y sin inmutarse, Adolfo, que cuando bebe es como un bonachón que hace las cosas sin malicia, sin darse cuenta y con cara de inocente, se sentía cargado de alcohol y con la vejiga llena. Como en la azotea no había baño, no se le ocurre otra cosa que bajarse la bragueta y mear en un macetón en el que Bea tenía plantada una palmera. Allí delante de todo el mundo y sin ninguna vergüenza vació su vejiga despacio y de forma natural. El estaba convencido de que el baño era aquel.
Al rato, como teníamos hambre, a Adolfo no se le ocurre otra cosa que ocuparse de la barbacoa. Al no quedar carbón, recopilo todas las latas vacías que encontró, porque se le metió en la cabeza que eso ardería de la misma forma que la madera. Como no dio resultado la idea, Gerardo le dijo que no fuese idiota, que eso no ardía y que buscara algo de madera.
Mientras tanto, Gustavo parecía enajenado saltando a su rollo y diciendo tonterías. Su bigotillo rubio y su pelo anillado, no podía esconder la expresión de borracho desfasado, vestido con traje y corbata, se dedicaba a tirar chuletas sin cocinar y platos de plástico vacíos por los aires. Si sus clientes lo vieran, más de una venta se le hubiese caído.
A esas alturas del asadero, la gente ya empezaba a estar hasta los cojones de nosotros.
Entretanto, a Adolfo le volvió a dar otro apretón, pero como anteriormente le llamaron la atención por mear en la maceta, bajo al baño. La vecina de Bea acostumbraba a dejar la puerta entreabierta, porque solo eran dos vecinos y se llevaban bien. Cual fue la sorpresa de esta señora, mientras ella y su marido veían la tele sentados placidamente en su sofá, este individuo paso por delante de ellos, les dijo hola muy formalmente y entro a mear en el baño sin percatarse de lo que estaba haciendo.
Adolfo envés de bajar dos pisos, bajo solo uno. La cara de este matrimonio me la he imaginado cientos de veces. Que podían hacer, un extraño entra en su casa, da las buenas tardes, usa el baño y se vuelve a ir por donde mismo entró sin dar explicaciones.
Al mismo tiempo, una joven que estaba sentada al lado de Gustavo, que lo único que le faltaba a este borrego era babear, me miró y me dijo, “Mira, tu compañero me esta asustando”. Nunca me pude enterar que le había dicho este animal a esa pobre mujer. Lo que si te puedo decir, es que la muchacha daba la sensación de sentirse tremendamente acosada.
Al regresar del baño, Adolfo ayudo a Gerardo a tirar a un lado todo lo que estaba encima de una mesa que habían hecho para poner las cosas con un tablero y dos bloques, los amigos de Bea. Una vez despejada la mesa, Gerardo se dedicó a pegarle patadas a la madera para partirla y poder usarla en la barbacoa. Todo esto, bajo el estupor general de todos los invitados.
Una vez encendida la barbacoa y con unas llamas de un metro de altura, no se les ocurre otra cosa a los tres borrachos, que ponerla en el sitio donde más corre el aire. El problema fue que donde la habían puesto, era justo debajo de la antena de televisión. En menos de un minuto los cables se quedaron chamuscados.
Todos estos disparates pasaron en menos de una hora. Los absurdos se sucedían de forma vertiginosa y sin que nadie supiese darle solución.
Al poco de nosotros llegar, Bea se tuvo que ausentar un instante. Gracias a eso no estuvo en el momento en el que toda la gente del asadero, nos rodeó reprochándonos nuestro comportamiento y nos invito contundentemente a salir por patas. En menos que canta un gallo estos tres bestias, la habían formado. Cuando vi que o nos largábamos o nos mataban, les pedí disculpas a todos los presentes, intenté calmar el ambiente diciéndoles que mis amigos estaban muy borrachos como para darse cuenta de los que estaban haciendo, y me los lleve como pude.
El regreso fue un suplicio, me estuvieron tocando los cojones todo el trayecto.
El lunes siguiente a las ocho de la mañana, como Bea sabía que teníamos que pasar por delante del bar de su marido, nos espero para darnos un par de ostias verbales y alguna colleja. Cuando yo veo que se me acerca una chica rubia, muy bien vestida, con los ojos inyectados en sangre y cara de muy malas pulgas, se me pusieron de corbata. Tardé unos segundos en reconocerla, pero enseguida supe a lo que venía.
Empezó a hablarme como una apisonadora diciéndome; eres un puto mierda, quien coño son ustedes para ir a mi casa y montarla así con mis amigos, se merecen un par de hostias y blablablabla. De los gestos tan agresivos que hacía, los rizos le brincaban como látigos en busca de alguna victima que fustigar. Después de explicarle mi versión y recordarle que yo no bebía. Le comenté que fui por el simple hecho de no dejarles coger el coche. Que si no fuese por mí, se habría montado la de San Quintín, que hice lo que pude, pero estaban completamente arrebatados y que yo no me merecía ninguna marrona. Yo no hice nada, al contrario, me los llevé de allí y encima tuve que aguantarles la borrachera dentro del coche. Gracias a que sus amigos le dijeron de antemano que yo estaba sobrio y que fui el que me los lleve. Si no, me mata y me despeluza allí mismo.
Este incidente me hizo recapacitar, a partir de ese momento me emborrache como el que más. ¡Y que me aguanten la borrachera a mí!
Diez años después, todavía le recuerdo a Ramón aquella desafortunada invitación.
¡Cuidadín con lo que dices!. Te pueden hacer caso.
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